
Argumento:
Jerry Langford es una mega-estrella, un showman que conduce desde Los Angeles un programa televisivo al estilo del de Johnny Carson. Como es habitual en estos casos, los fans le acosan continuamente, llegando en ocasiones a extremos realmente molestos.
Particularmente desesperante resulta el caso de Rupert Pupkin, un estrafalario individuo que no duda incluso en colarse en el coche de Langford para tratar de convencerle de que le ayude a convertirse en un cómico famoso. Rupert explica a su ídolo que tiene 34 años, y que lleva toda la vida preparándose para dar el salto a la fama.
Para conseguir quitarse de encima a tan insoportable individuo, Langford le dice que concierte una cita con su secretaria al día siguiente para hablar del asunto y ver lo que puede hacer por él.
Pupkin, convencido de que la estrella va a ayudarle, vuelve a su casa, y en su dormitorio (una habitación abarrotada de fotografías de celebridades del espectáculo, sobre todo del propio Langford), imagina que ya es un cómico famoso, y que Jerry le pide que se haga cargo de su show.
Ya embalado ante la perspectiva de su seguro salto al estrellato, Rupert invita a cenar a Rita, una antigua compañera de estudios por la que siempre se ha sentido atraído, pero a quien no se había atrevido a pedir una cita en 15 años. Rita trabaja como camarera, y Rupert le ofrece compartir con él la vida de lujo y riqueza que sin duda va a derivarse de su próxima actuación en el espectáculo de su viejo amigo Jerry Langford.
Al día siguiente Pupkin telefonea repetidamente al despacho de Langford, pero no consigue que se ponga al aparato. Decide entonces presentarse personalmente en sus oficinas, donde le atiende Cathy Long, la secretaria de Jerry. Ésta le propone que les envíe una grabación con una de sus actuaciones para que así puedan valorar su talento.
A la salida del edificio Rupert se encuentra con una amiga, la también lunática Marsha, una pija histérica enamorada de Jerry Langford, quien confía a Pupkin una carta que suplica entregue a su amado ídolo.
De nuevo en su habitación Rupert graba una supuesta actuación humorística, mientras imagina que el público le aclama.
A la mañana siguiente entrega la cinta a la Srta. Long quien le cita al día siguiente para comentarle la opinión de Langford. Rupert, incapaz ya de distinguir la realidad de las ilusiones de su mente enferma, imagina que Jerry le felicita por su talento, y califica su grabación de genial e insuperable, además de invitarle a pasar un fin de semana en su casa de campo; Rupert le pide permiso para llevar con él a Rita, y Jerry se muestra encantado con la idea.
Pero, de nuevo en el mundo real, la secretaria de Langford explica a Rupert que su actuación presenta serias carencias, por lo que le recomienda que trabaja ante el público en algún local, para así ganar experiencia. Pupkin no acepta las críticas de la Srta. Long, e insiste en hablar con el propio Langford, para lo que no duda en colarse en el interior de las oficinas; consecuentemente, los encargados de seguridad lo echan a patadas del edificio.
Llega el fin de semana, y Rupert se presenta en la mansión que Jerry posee en el campo acompañado de Rita. Indignado por la intromisión, Langford consigue echarlos de allí. Mientras Rita se disculpa, avergonzada por la violenta situación, Rupert, enfadado por lo que interpreta como una muestra de soberbia por parte de la estrella, se marcha asegurando a Jerry que va a convertirse en un artista mucho más famoso que él.
Ahora ya totalmente trastornado, Pupkin secuestra a Langford con la ayuda de Marsha, y exige que le permitan actuar en el show de esa noche a cambio de la liberación del artista. Los productores del espectáculo no tienen más remedio que aceptar las condiciones del secuestrador, y Rupert (quien utiliza como nombre artístico el de “El Rey de la Comedia”), se presenta en los estudios de televisión dispuesto a actuar, dejando a Marsha vigilando a Jerry. Ésta tortura cruelmente a su ídolo: le obliga a probarse un jersey rojo que ella misma ha tejido para él, le canta, le besa, etc. Afortunadamente para su salud mental, Langford consigue escapar cuando la repelente mujer está a punto de violarle: pero ya es tarde para evitar que la actuación de Rupert sea emitida.
Tras concluir el espectáculo Rupert revela su última exigencia antes de confesar el paradero de Langford: pide a la policía que le acompañen hasta el bar en el que trabaja Rita. Una vez allí sintoniza el canal en el que se emite en diferido su actuación, y así podemos asistir a un espectáculo realmente patético, donde los penosos chistes de Pupkin sólo obtienen como respuesta unas risas evidentemente enlatadas. Una vez terminado el programa de televisión Rupert se despide de una asombrada Rita mientras los agentes se lo llevan detenido.
Los tribunales condenan al presentador secuestrador a 6 años de cárcel, pero la sentencia no acaba con él, ni mucho menos. Su actuación en televisión ha batido récords de audiencia, y durante su estancia en prisión escribe una autobiografía que se convierte en un best-seller de próxima adaptación cinematográfica. Menos de tres años después de su detención, un famosísimo Rupert Pupkin es puesto en libertad, dispuesto a retomar una carrera, ahora sí, triunfal, dispuesto a convertirse en el auténtico Rey de la Comedia.
Comentario:
Según explica Martin Scorsese en el DVD de El rey de la comedia, Robert de Niro le dio a leer el guión de esta película en 1974, cuando todavía era un director joven y poco conocido para el gran público. El guión le gustó, pero no acabó de interesarle; él, al igual que Jerry Langford, se dedicaba al mundo del espectáculo, pero como director disfrutaba en aquellos momentos de un anonimato mucho mayor que el del personaje de Jerry Lewis.
Pasaron los años, y tras realizar a finales de los setenta películas como Taxi driver o Toro salvaje, que le colocaron en primera línea, todo cambió. En su primera toma de contacto con el guión el director italo-americano descubrió que podía identificarse fácilmente con el protagonista de la historia, ya que ese fanático hambriento de fama, deseoso de convertirse en el centro de atención del mundo, y capaz de hacer cualquier cosa para alcanzar el éxito que es Pupkin se parecía mucho a cómo era el propio director en los 60. Al que no acababa de comprender del todo era al otro protagonista de la historia. Pero tras hacerse mundialmente famoso (sobre todo tras el enorme éxito de la biografía de Jake LaMotta), Martín Scorsese cruzó definitivamente al otro lado de la línea: saboreó el éxito, pasó de ser aficionado a ser ídolo, y comenzó a sufrir el acoso de los molestos fans. Entonces comprendió perfectamente el personaje de Jerry Langford y se sintió lo suficientemente maduro como para abordar la historia de Rupert Pupkin.
La película, totalmente alejada del estilo de las anteriores colaboraciones entre director y actor, pasó bastante desapercibida en su momento, y cosechó un discreto resultado en taquilla, algo tal vez previsible, pero totalmente injusto, ya que se trata de una obra sumamente interesante. Uno de sus mayores aliciente es que permite al espectador disfrutar con el trabajo de dos genios de la interpretación. Por un lado está Robert De Niro (habitual colaborador de Scorsese), soberbio en ese papel de individuo desequilibrado, gesticulante, ridículo, inabarcable y de impagable vestuario, un personaje muy alejado de los que había recreado anteriormente bajo las ordenes del director. Igualmente memorable resulta ese sorprendente Jerry Lewis, mostrando facetas tan diametralmente opuestas a sus célebres trabajos cómicos que él mismo aseguró haberse asustado a sí mismo al descubrirse en la pantalla como una persona a la que no conocía. El actor oscila durante toda la película entre dos registros: el del artista sociable y divertido de la vida pública, y el del auténtico Jerry Langford, un hombre solitario y aparentemente amargado cuando está a solas, ofreciéndonos una interpretación realmente magnífica.
Puede que El Rey de la Comedia sea una comedia, pero en todo caso se trata de una bastante negra. La risa que pueda provocar en el espectador no está motivadas por los chistes y payasadas habituales del género, si no por el patético comportamiento de ese inefable personaje que es Rupert Pupkin. Pero aparte de lo divertido que pueda resultar este estrafalario personaje, hay en la película una lectura mucho más inquietante e interesante: ese ácido análisis de la fama y la soledad que conlleva, del mundo del espectáculo... en definitiva, de la sociedad y la cultura actuales, tan dominadas por los medios de comunicación.
En primer lugar nos presenta una oscura estampa de un mundillo tan aparentemente luminoso como es el del espectáculo. Como representante de este universo tenemos a Jerry Langford, claramente inspirado en Johnny Carson (a quien se le ofreció inicialmente el papel, aunque finalmente fue interpretado por Jerry Lewis dado su gran interés en participar en la película y su enorme experiencia en el show-business). Se trata de un artista archipopular y millonario que presenta su propio y exitoso programa de televisión. Aparentemente ha alcanzado la cima de su profesión y cualquiera consideraría que tiene todo lo que puede desearse. Pero no es feliz en absoluto; es un hombre triste, prisionero de su propio éxito que no tiene más remedio que esconderse para huir de sus numerosos y molestos seguidores. La existencia de Langford puede verse simbolizada en su vivienda: un apartamento lujoso, pero solitario y gris, en el que se refugia tras concluir su agotadora jornada. Tampoco como artista tampoco parece demasiado brillante, ya que, pese a ser un cómico famoso, en sus actuaciones no parece tener mucha más gracia que Rupert Pupkin.
Al otro lado de la línea tenemos al público, al espectador de a pie. Este grupo está representado, en primera instancia, por Rupert Pupkin, ese desequilibrado seguidor de Langford, capaz de cualquier cosa (incluso de cometer un secuestro) para tener la oportunidad de demostrar al público su presunto talento como comediante. A la espera de que llegue ese momento Rupert se dedica en cuerpo y alma a tratar de promocionar esas actuaciones que graba en su siniestra habitación, un autentico templo en honor a sus ídolos. Es un aficionado psicópata que confunde la realidad con la ficción, y que además carece de cualquier talento. En su misma división está Marsha (la amiga de Rupert, interpretada por Sandra Bernhard), cuya chifladura tampoco se queda atrás.
Con la excepción de Rita (el único personaje principal con quien el espectador puede identificarse), casi todos los personajes que aparecen en la película (Bert Thomas, el productor de Langford, los artistas invitados al show, como Tony Randall, el equipo del programa, entre ellos el propio Scorsese, el único al que parece hacerle gracia la introducción que Rupert ha escrito para sí mismo), resultan bastante patéticos y mezquinos.
Parte de la clave de la El rey de la comedia se encuentra en una pregunta que Scorsese se hace al comentar la película: ¿Qué quieren los aficionados de sus ídolos? ¿Qué quieren en realidad?. Aparentemente adoramos a nuestras estrellas favoritas, les admiramos y, en cierta forma, les queremos, pero tal vez no sea así. Se trata más bien de una relación de amor-odio entre seguidor e ídolo, ya que no sólo les admiramos sino que, en cierta forma, queremos convertirnos en ellos porque envidiamos su vida. Pero claro, se trata de ocupar su lugar sin pasar por todos esos años de sacrificio y trabajo que, aunque desconocidos para el gran público, son terribles en muchos casos. El aficionado sólo asiste al éxito, pero hasta llegar ahí hay muchos años de solitarios esfuerzos.
A pesar de todo esto, es cierto que las estrellas del cine o la música son auténticos privilegiados, pero también lo es que se encuentra en una posición muy vulnerable, como demuestran los frecuentes casos de estrellas aterrorizadas ante el acoso de fans desequilibrados, con lo que se evidencia que personajes como Rupert o Marsha tienen reflejo en la vida real.
Pero aunque sería muy fácil pensar que la película trata simplemente de dos fans chiflados, no es así en realidad: la película trata de todos nosotros, del público en general, de la relación entre público y estrellas.
Es cierto que Rupert Pupkin es un amargado, un hombre acomplejado y frustrado, deseoso de triunfar y con ello arreglar cuentas con un mundo que siente le ha menospreciado durante toda su vida (como ejemplo de esto sirve la escena en que sueña casarse en directo en televisión, con la ceremonia oficiada por el director de su instituto quien reconoce que siempre pensaron que no llegaría a ser nada en la vida). Detrás de su deseo de triunfar, entre otras muchas cosas, está la necesidad imperiosa de demostrar al mundo lo que merece, su creencia de que merece mucho más de lo que tiene. Evidentemente, todo esto esconde un enorme complejo de inferioridad. Y también nos encontramos con el éxito utilizado como arma contra los demás, el triunfo como venganza, como herramienta para obligar a reconocer a todos que estaban equivocados con uno.
Pero si bien es cierto que, como digo, Rupert es un enfermo ¿no hay algo de todo esto en muchos de nosotros? Basta contemplar a esas hordas de seguidores que persiguen a cantantes, modelos o actores por donde quiera que van, como una especie de lunáticos que creen conocer a sus ídolos (y en cierto modo poseerlos, tener derechos sobre ellos) tan sólo por el hecho de seguir sus carreras. Muchas veces se trata de un colectivo totalmente infiel y voluble, capaz de pasar del amor al odio en un segundo. Un inmejorable ejemplo para ilustrar esto aparece en la propia El Rey de la comedia, en la escena en la que una mujer que está hablando por teléfono desde una cabina pide a Langford, quien pasaba por allí, que se ponga al aparato y que le diga algo a su sobrino que está en el hospital; Jerry se excusa diciendo que tiene prisa, y la mujer, hasta ese momento muy educada, se transforma en un basilisco que le grita: “¡Así pille usted un cáncer! ¡Un cáncer incurable!”. Esa escena fue dirigida por Jerry Lewis, y no se encontraba en el guión original: fue incluida a instancias del propio actor. ¿Por qué? Porque la había vivido personalmente.
Al igual que Scorsese necesitó unos años para entender el personaje de Langford, el espectador español tampoco pudo comprender del todo, en el momento de su estreno, ese juego de la fama; el afán desmedido que tienen algunas personas para triunfar por el hecho en sí, la fama por la fama, por aparecer en los medios, por estar cerca de los famosos. Ahora, dos décadas después, con las cadenas de televisión saturando sus parrillas de programas de “crónica social”, y generando de la nada personajes vacíos para alimentar esta demencial maquinaria, todos entendemos un poco mejor algunas de las paradojas de lo que, hoy por hoy, se entiende por “hacerse famoso”. La fama ha dejado de ser un efecto secundario de un trabajo o de ciertos méritos, ahora es una meta en sí misma: se trata de salir en los medios a toda costa, por el motivo que sea. De hecho, una vez que alguien se hace popular, da igual la razón. El público olvida pronto la causa por la que está allí, y, peor aún, todas las causas parecen ser igual de válidas. Pasado un breve espacio de tiempo, vemos compartiendo mesa de debate a artistas veteranos con individuos que han saltado a la popularidad por haber mentido respecto a sus conquistas, o por haber robado un furgón blindado. Pareciera como si cualquiera pudiera ser famoso, sólo se necesita carecer de vergüenza y escrúpulos
El guión de Paul D. Zimmerman (quien sólo ha escrito, además de esta película, Pasión Devoradora, en colaboración con Michael Palin y Terry Jones) es absolutamente desmitificador, y, siendo coherente con este carácter el final de El Rey de la comedia, su final no podía, de ninguna manera, ser moralizante. Así termina este siniestro cuento de hadas: el delincuente Rupert Pupkin, tras cumplir tan sólo una pequeña condena, se dispone a emprender por fin su carrera artística, gozando del apoyo del público, y sustituyendo como Rey de la Comedia a Jerry Langford (a quien se supone que sus otrora fieles seguidores ya han olvidado). ¿Cuánto tiempo le durará este apoyo a Pupkin? ¿Cuánto tiempo antes de que el público salga huyendo cuando comience a recitar ese horrible monólogo que comienza con aquello de “Mis padres eran tan pobres que no pudieron darme una infancia”?
Resulta triste, y tal vez preocupante, que esta deprimente visión de los medios de comunicación resulte, 20 años después, incluso más vigente que entonces.